El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando.

Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume.


Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento —el mío coincidió con la muerte de mi madre— en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo.

A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero —igual que el que la nieve desprende al derretirse— que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse

Extracto de la «La lluvia amarilla» de Julio Llamazares